En la Introducción, Benítez Rojo pondera las dificultades de definir al Caribe, meta-archipiélago cultural sin centro y sin límites, un caos dentro del cual hay una isla que se repite incesantemente (cada copia distinta), máquina-engranaje fundamental de las máquina-flota y máquina-plantación de explotación colonial y como tal una especie de semilla de muchas cosas que vendrían después: la importancia del Atlántico, la acumulación de riqueza mercantil en Europa y su posibilidad de alcanzar la Revolución Industrial y la matriz del capitalismo.
También habla del Caribe de los sentidos, sentimientos y presentimientos. Me gustó mucho la parte en la que, para ilustrar el supersincretismo que caracteriza este paisaje cultural, explica los significantes que se superpone en el culto de la Virgen de la Caridad del Cobre: va rastreando a las tres deidades que se superponen sobre ella misma (la europea Virgen de Illescas, la taína Atabey o Atabex y la orisha yoruba Ochún), y va recorriendo hacia atrás la cadena de significantes de cada una de ellas.
La deida taína Atabey, progenitora del Ser Supremo de los taínos y protectora de los flujos femeninos, "de los grandes misterios de la sangre que experimenta la mujer", alguna vez fue Orehu, Madre de las Aguas entre los arahuacos de la Guayana ("la inmediatez del matriarcado, los inicios de la agricultura de la yuca, la orgía ritual, el incesto, el sacrificio del doncel, la sangre y la tierra"), y viajó al Caribe en el contexto de la guerra canibal entre caribes y arahuacas.
La Virgen de Illescas remite a una conocida cadena de transformaciones desde el Renacimiento hasta el Medioevo, cuando en Bizancio, pródiga en herejías y paganismos, surge este sospechoso culto a una mujer, no previsto por los Doctores de la Iglesia Romana, y que solo sobrevivió porque el siglo XII era "la época legendaria de los trovadores y delfin amour, donde la mujer dejaba de ser la sucia y maldita Eva, seductora de Adán, y cómplice de la Serpiente, para lavarse, perfumarse y vestirse suntuosamente según el rango de su nuevo aspecto, el de Señora". Esta insólita situación, esta breve ventana de oportunidad, habría permitido que el culto corriera como el fuego por la pólvora por Europa y luego hacia América.
Pero mientras los locales en Cuba veían a Atabey en la imagen de la Virgen traída por un capitán español, los esclavos negros veían a una de las orishas más populares del panteón yoruba: Ochún Yeyé Moró, la prostituta perfumada; Ochún Kayode, la alegre bailadora; Ochún Aña, la que ama los tambores; Ochún Akuara, la que prepara filtros de amor; Ochún Edé, la dama elegante; Ochún Fumiké, la que concede hijos a mujeres secas; Ochún Funké, la que lo sabe todo; Ochún Kolé-Kolé, la temible hechicera. Una deidad multifácetica, luminosa y oscura.
De esta superposición surge el objeto sincrétido que es la Virgen de la Caridad del Cobre.
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"Los pueblos de mar, mejor dicho, los Pueblos del Mar, se repiten incesantemente diferenciándose entre sí, viajando juntos hacia el infinito. Ciertas dinámicas de su cultura también se repiten y navegan por los mares del tiempo sin llegar a parte alguna. Si hubiera que enumerarlas en dos palabras, éstas serían: actuación y ritmo".
"El discurso cultural de los Pueblos del Mar intenta, a través de un sacrificio real o simbólico, neutralizar violencia y remitir al grupo social a los códigos trans-históricos de la naturaleza. Claro, como los códigos de la naturaleza no son limitados ni fijos, ni siquiera inteligibles, la cultura de los Pueblos del Mar expresa el deseo de conjurar la violencia social remitiéndose a un espacio que sólo puede ser intuido a través de lo poético, puesto que siempre presenta una zona de caos".
"Lo que sucede es que, en el melting-pot de sociedades que provee el mundo, los procesos sincréticos se realizan a través de una economía en cuya modalidad de intercambio el significante de allá —el del Otro— es consumido (“leído”) conforme a códigos locales, ya preexistentes; esto es, códigos de acá. Por eso podemos convenir en la conocida frase de que China no se hizo budista sino que el budismo se hizo chino. En el caso del Caribe, es fácil ver que lo que llamamos cultura tradicional se refiere a un interplay de significantes supersincréticos cuyos “centros” principales se localizan en la Europa preindustrial, en el subsuelo aborigen, en las regiones subsaharianas de Africa y en ciertas zonas insulares ycosteras del Asia meridional. ¿Qué ocurre al llegar o al imponerse comercialmente un significante “extranjero”, digamos la música big-band de los años 40 o el rock de las últimas décadas? Pues, entre otras cosas, aparece el mambo, el chachachá, la bossa nova, el bolero defeeling, la salsa y el reggae; es decir, la música del Caribe no se hizo anglosajona sino que ésta se hizo caribeña dentro de un juego de diferencias. Sin duda hubo cambios (otros instrumentos musicales, otros timbres, otros arreglos), pero el ritmo y el modo de expresarse de “cierta manera” siguieron siendo caribeños. En realidad podría decirse que, en el Caribe, lo “extranjero” interactúa con lo “tradicional” como un rayo de luz con un prisma; esto es, se producen fenómenos de reflexión, refracción y descomposición pero la luz sigue siendo luz; además, la cámara del ojo sale ganando, puesto que se desencadenan performances ópticas espectaculares que casi siempre inducen placer, cuanto menos curiosidad".
"Bien, es preciso mencionar al menos algunas de las regularidades comunes que, en estado de fuga, presenta la literatura multilingüística del Caribe. A este respecto pienso que el movimiento más perceptible que ejecuta el texto caribeño es, paradójicamente, el que más tiende a proyectarlo fuera de su ámbito genérico: un desplazamiento metonímico hacia las formas escénicas, rituales y mitológicas [...]. Este intento de evadir las redes de la intertextualidad estrictamente literaria siempre resulta, naturalmente, en un rotundo fracaso. A fin de cuentas un texto es y será un texto ad infinitum, por mucho que se proponga disfrazarse de otra cosa. No obstante, este proyecto fallido deja su marca en la superficie del texto, y la deja no en tanto trazo de un acto frustrado sino de voluntad de perseverar en la huida. Se puede decir que los textos caribeños son fugitivos por naturaleza, constituyendo un catálogo marginal que involucra el deseo de no violencia. Así tenemos que el Bildungsroman caribeño no suele concluir con la despedida de la etapa de aprendizaje en términos de borrón y cuenta nueva; tampoco la estructura dramática del texto caribeño acostumbra a concluir con el orgasmo fálico del clímax, sino con una suerte de coda que, por ejemplo, en el teatro popular cubano era interpretada por un final de rumba con toda la compañía. Si tomamos las novelas más representativas del Caribe vemos que en ellas el discurso de la narración es interferido constantemente, ya veces casi anulado, por formas heteróclitas, fractales, barrocas o arbóreas, que se proponen como vehículos para conducir al lector y al texto al territorio marginal e iniciático de la ausencia de la violencia".
"La literatura del Caribe puede leerse como un texto mestizo, pero también como un flujo de textos en fuga en intensa diferenciación consigo mismos y dentro de cuya compleja coexistencia hay vagas regularidades, por lo general paradójicas. El poema y la novela del Caribe no son sólo proyectos para ironizar un conjunto de valores tenidos por universales; son, también, proyectos que comunican su propia turbulencia, su propio choque y vacío, el arremolinado black hole de violencia social producido por la encomienda, la plantación, la servidumbre del coolie y del hindú; esto es, su propia Otredad, su asimetría periférica con respecto a Occidente. Así, la literatura caribeña no puede desprenderse del todo de la sociedad multiétnica sobre la cual flota, y nos habla de su fragmentación e inestabilidad: la del negro que estudió en Londres o en París, la del blanco que cree en el vudú, la del negro que quiere encontrar su identidad en África, la del mulato que quiere ser blanco, la del blanco que ama a una negra y viceversa, la del negro rico y el blanco pobre, la de la mulata que pasa por blanca y tiene un hijo negro, la del mulato que dice que las razas no existen... Añádanse a estas diferencias las que resultaron -y aún resultan en ciertas regiones- del choque del indoamericano con el europeo y de éste con el asiático".
"Por último, quisiera dejar claro que el hecho de emprender una relectura del Caribe no da licencia para caer en idealizaciones. En primer lugar, como viera Freud, la tradición popular es también, en última instancia, una máquina no exenta de represión. Cierto que no es una máquina tecnológico-positivista indiferente a la conservación de ciertos vínculos sociales, pero en su ahistoricidad perpetúa mitos y fábulas que pretenden legitimar la ley patriarcal y ocultan la violencia inherente a todo origen sociológico. Más aún -siguiendo el razonamiento de René Girard-, podemos convenir en que el sacrificio ritual de las sociedades simbólicas implicaba un deseo de conjurar violencia pública, pero tal deseo era emitido desde la esfera de poder y perseguía objetivos de control social".
"Por lo demás, el texto caribeño muestra los rasgos de la cultura supersincrética de donde emerge. Es, sin duda, un consumado performer que acude a las más aventuradas improvisaciones para no dejarse atrapar por su propia textualidad. (Remito al lector al capítulo 7.) En su más espontánea expresión puede referirse al carnaval, la gran fiesta del Caribe que se dispersa a través de los más variados sistemas de signos: música, canto, baile, mito, lenguaje, comida, vestimenta, expresión corporal. [...] Piénsese en el despliegue de los bailadores, los ritmos de la conga o de la samba, las máscaras, los encapuchados, los hombres vestidos y pintados como mujeres, las botellas de ron, los dulces, el confeti y las serpentinas de colores, el barullo, la bachata, los pitos, los tambores, la corneta y el trombón, el piropo, los celos, la trompetilla y la mueca, el escupitajo, la navaja que corta la sangre, la muerte, la vida, la realidad al derecho y al revés, el caudal de gente que inunda las calles, que ilumina la noche como un vasto sueño, una escolopendra que se hace y se deshace, que se enrosca y se estira bajo el ritmo del ritual, que huye del ritmo sin poder escapar de éste, aplazando su derrota, hurtando el cuerpo y escondiéndose, incrustándose al fin en el ritmo, siempre en el ritmo, latido del caos insular".