La ley Fraga conseguía de esta manera matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, y de cara fundamentalmente al exterior, el régimen podía afirmar haber dado un gran salto adelante en su respeto por la libertad de expresión y de empresa. Por el otro lado, en realidad lo que estaba haciéndose era modificar la naturaleza del control sobre la información y duplicar en la práctica las sanciones. Y es que la autocensura podía ser muy poderosa cuando lo que estaba en juego no era la cabeza de un enviado gubernamental sino de un compañero —que se arriesgaba a la pérdida de su licencia administrativa y a sanciones que llegaban al cuarto de millón de pesetas—, mientras que el secuestro de las publicaciones a posteriori resultaba mucho más gravoso que su retención preventiva, pues para entonces ya se habían desembolsado todos los costes de producción. El cálculo del ministerio era que, indudablemente, directores y propietarios iban a tentarse bien la ropa antes de autorizar cualquier pieza que pudiera suponer la ruina personal y comprometer la viabilidad económica de una empresa.